Of Iced Coffees and Fruit
On the joys and polemics of ‘cultural contamination’
Traducción al castellano a continuación.
Inevitably, pizza-with-pineapple became the subject of the conversation. “But hey, I am all for cultural contamination,” retorts the Italian. He is a handsome man in his early thirties, arms slightly hairy and with an even tan all over that would place him south of Rome. I am at Café Chico, whereto I have cycled from my neighborhood, so I have no choice but to order an iced coffee upon arrival. Chico makes exquisite filter coffees, and to my luck, us having turned the corner of the spring equinox passed recently, cold brew is now back on the menu. “We do, of course, have our own version of iced coffee in Italy,” he goes on, and I’m expecting a reference to the oft-cited and seldom drunk shakerato, “but it takes a while to make and eventually turns out as a granizado.” Definitely south of Rome—south of Naples, in fact. The reference is Sicilian but the man surely is not. I have not yet said anything, but I am undoubtedly enthralled in the conversation and acknowledged by its protagonists, at the very least by eye contact. Café Chico is unique in my discernment of our city’s tapestry: to walk in and sit down is to inevitably participate in a group conversation, a shared experience tied more to place than to any specific person, other than Chico himself, of course. The entire neighborhood passes through the café, so to stopover and stay awhile is to participate in a perpetual thread of conversation of which every ply is independently ephemeral. “Here in Spain the most habitually traumatizing experience with coffee is being served a hot espresso and an empty glass with ice: DIY iced coffee. It’s almost an act of shame but I’ve become accustomed to it.” Thus the cannonball is launched into the cultural-pollution debrief, taking with it those of us lucky enough to happened into Chico’s in his last opening hours on a Saturday.
My cold brew is significantly lighter than the pitch-black Tachycardia on the Rocks that the beverage’s name typically conjures in our collective imagination. I told Chico this was to his clients’ advantage, and to his own, since our cardiovascular systems can afford to indulge in more than one of these refreshers. Chico informed me that it was the result of experimentation, his personal golden mean in the Nicomachean Ethics of coffee. He begins to recount his barista–bartender days when he worked at the Hilton (which Hilton I’m not sure; the man is transcontinental). The formulary and amorphous manner in which he had to prepare iced coffees was cause enough for him to ask fellow waiters to serve the drink to the table so as to avoid being seen with the unfinished concoction pending assembly. In the spirit of divulging traumatic gastronomic experiences, Cami smirks at the Italian and starts listing the various edible permutations loosely grouped as ‘pizza’ in Brazil: pizza with ice cream, pizza with fruit (dessert), pizza with fruit (savory), pizza with egg… “But don’t worry, we corrupt every cuisine indiscriminately. We have Nutella sushi.” It is then that the Italian embarks on his canonical pilgrimage of complaint regarding pineapple on pizza, a reflex, birthright, and tradition of every good Italian citizen. The café lights up in smiles. We are 2 Brazilians, 1 Californian, 1 Italian, and the latter’s mysteriously silent partner. “You’re from Italy, right?” asks Cami of the Italian, a courtesy, given his unmistakably Apennine cadence. “Yes I am,” he confirms. “And you?” she asks his partner. The answer comes in a crystal-clear Castilian: “I’m from here, from Barcelona.”
The group conversation has now ended. Chico and Cami talk business in Portuguese, the couple converse in a lopsided Spanish, and I sit here, finishing my cold brew and this sentence.
De cafés con hielo y de fruta
Sobre las alegrías y las polémicas de la «contaminación cultural»
Inevitablemente, la pizza con piña se convirtió en el tema de la conversación. «Pero bueno, yo estoy a favor de la contaminación cultural», replica el italiano. Es un hombre apuesto de unos treinta años, brazos ligeramente velludos y con un bronceado uniforme en todo el cuerpo que le situaría al sur de Roma. Estoy en el Café Chico, al que he llegado en bicicleta desde mi barrio, así que no tengo más remedio que pedir un café helado al llegar. Chico elabora exquisitos cafés de filtro y, para mi suerte, al haber pasado recientemente la esquina del equinoccio de primavera, el cold brew vuelve a estar en la carta. «Por supuesto, en Italia tenemos nuestra propia versión del café helado», prosigue, y yo espero una referencia al tan citado y raramente bebido shakerato, «pero tarda un tiempo en hacerse y al final resulta como un granizado». Definitivamente al sur de Roma, al sur de Nápoles, de hecho. La referencia es siciliana pero el hombre seguramente no lo es. No sé por qué dice «como un granizado» si habla, sin duda alguna, del granizado de café por antonomasia. Aún no he dicho nada, pero sin duda estoy involucrado en la conversación y reconocido por sus protagonistas, por lo menos por el contacto visual. El Café Chico es único en mi discernimiento del tapiz que es nuestra ciudad: entrar y sentarse es participar inevitablemente en una conversación de grupo, una experiencia compartida ligada más al lugar que a una persona concreta, aparte del propio Chico, por supuesto. Todo el vecindario pasa por la cafetería, así que detenerse y quedarse un rato es participar en un hilo perpetuo de conversación del que cada pliegue es independientemente efímero. «Aquí en España la experiencia más habitualmente traumatizante con el café es que te sirvan un espresso caliente y un vaso vacío con hielo: café con hielo hazlotú. Es casi un acto de vergüenza, pero me he acostumbrado». Así se lanza la bala de cañón hacia el interrogatorio de la contaminación cultural, llevándose consigo a los que tuvimos la suerte de entrar en lo de Chico en sus últimas horas de apertura un sábado.
Mi cold brew es bastante más ligero que gélida taquicardia del color de la noche cerrada que el nombre de la bebida suele evocar en nuestro imaginario colectivo. Le digo a Chico que esto redunda en beneficio de sus clientes y en el suyo propio, ya que nuestros sistemas cardiovasculares pueden permitirse más de un refresco de estos. Chico me informa de que es el resultado de previa experimentación, su media de oro personal en la Ética Nicomáquea del café. Comienza a relatar sus días de barista-camarero cuando trabajaba en el Hilton (qué Hilton, no sé; el hombre es transcontinental). La manera formularia e informe en que tenía que preparar los cafés con hielo era causa suficiente para que pidiera a sus compañeros camareros que le sirvieran la bebida a la mesa para evitar ser visto con el brebaje inacabado pendiente de ensamblaje. Con ánimo de divulgar experiencias gastronómicas traumáticas, Cami sonríe al italiano y empieza a enumerar las diversas permutaciones comestibles vagamente agrupadas como ‹pizza› en Brasil: pizza con helado, pizza con fruta (postre), pizza con fruta (salada), pizza con huevo... «Pero no te preocupes, corrompemos todas las cocinas indiscriminadamente. Tenemos sushi de Nutella». Es entonces cuando el italiano emprende su peregrinaje canónico de queja sobre la piña en la pizza, reflejo, derecho de nacimiento y tradición de todo buen ciudadano italiano. La cafetería se ilumina de sonrisas. Somos 2 brasileños, 1 californiano, 1 italiano y el compañero misteriosamente silencioso de este último. «Eres de Italia, ¿verdad?», pregunta Cami al italiano, una cortesía, dada su cadencia inconfundiblemente apenínica. «Sí, soy», confirma él. «¿Y tú?», le pregunta a su compañero. La respuesta llega en un castellano cristalino: «Soy de aquí, de Barcelona».
La conversación en grupo ha terminado. Chico y Cami hablan de negocios en portugués, la pareja conversa en un español disparejo, y yo me siento aquí, terminando mi cold brew y esta última frase.
Beautiful 💖